Un día, lo vio.
Estaba sentado en un banco de madera oscura. Margaritas amarillas alrededor.
No hacia nada mas que escuchar a la chica rubia, como las margaritas de su alrededor. Parecía prestarle atención.
Quiso acercarse pero recordó que ella misma no era ninguna margarita, ni siquiera una flor o una planta bella.
Era más bien como un lento y baboso caracol.
Él no la vería y la chica talvez la aplastaría.
Regreso y se metió a su caracola. A disfrutar de la humedad de este invierno que tanto le gustaba. Que tanto le disgustaba hoy a él y a su margarita: me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere, se deshojaba.
Mientras ella, en su caparazón, dormía.
¿Y?, ¿qué importaba?, ella era La Cómplice en todo esto. Y así empezamos.
LA CÓMPLICE
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